"Pero cuantas cosas eran para mí ganancias, las he estimado como pérdida por amor de Cristo." (Filipenses 3:7.)
Cuando enterraron al ciego predicador George Matheson, rodearon su tumba con rosas encarnadas, en memoria de su vida de amor y sacrificio. Este hombre a quien se le honró de una manera tan significante, fue el que escribió:
¡Oh! Amor que no me dejarás,
Descansa mi alma siempre en Tí;
Es Tuya y Tú la guardarás,
y en el océano de Tu amor,
Más rica al fin será;
Más rica al fin será.
¡Oh! Gozo que a buscarme a mí,
Viniste con mortal dolor,
Tras la tormenta el arco ví,
y ya el mañana, yo lo sé,
Sin lágrimas será;
Sin lágrimas será.
¡Oh! Cruz que miro sin cesar,
Mi orgullo, gloria y vanidad
Al polvo dejo por hallar
La vida que en Su sangre dió
Jesús, mi Salvador;
Jesús, mi Salvador.
Existe la leyenda de un cierto artista que descubrió el secreto de un rojo maravilloso, el cual ningún otro artista podía imitar. El secreto de su color murió con él. Pero después de su muerte, se vió que tenía una herida antigua sobre su corazón. Esto reveló que era la fuente del color incomparable de sus cuadros. La leyenda nos enseña, que no puede hacerse nada grande, ni obtenerse nada elevado, ni hacerse nada que valga la pena por el mundo, a no ser que nos cueste la sangre del corazón.
El gran peligro es que "la iglesia actual", no solo No ha estimado todas las cosas como perdida, sino que las tiene tan presente como su especial tesoro, y ahora dice "ser Cristiano" pero no ha abandonado su antigua vida. Y resulta que cuando cada cristiano se sumó a las filas del evangelio, en ese acto, públicamente, manifestó, dejar su vida antigua (2 Corintios 5:17).
Miremos a nuestra propia vida, a luz de la palabra de Dios. Y veamos si es que estamos en la fe. Porque si estando en el camino, estamos una y otra vez deseando volver a la antigua vida; necesitamos ese encuentro especial con Cristo. Para llenarnos de El, y vivir como el, creciendo cada día, en sabiduría y estatura, y en gracia para con Dios y los hombres. Lo que No significa querer agradar al mundo, sino honrar a Dios, llevando el mensaje de las buenas nuevas del evangelio al mundo.
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